A los seis años me tomó completamente por
sorpresa cuando mi mamá nos dijo a mi hermana y a mí que nos
regresábamos a vivir a Panamá –pensé que había nacido en Puerto Rico. Al
principio no se me hizo difícil adaptarme, en particular porque lo que
me gustaba comer se conocía con nombres diferentes: mantecados eran
helados, limbers eran duros, chinas naranjas, y piraguas eran raspados.
Mis nuevos amiguitos me ayudaron con los cambios lingüísticos y a ser
más panameña. Esto fue algo muy significativo ya que desde entonces
empezó mi amor por las palabras y por la comida.
Cuando era una adolescente fui al colegio
en Nueva York y en Filadelfia, donde todo tenía un sabor y un nombre
distinto. Extrañaba el consuelo de las jugosas frutas tropicales, las
divertidas frituras para el desayuno (patacones, hojaldras, chicharrón,
carimañolas, tortilla panameña –parecida a una arepa pero con más sabor a
maíz), y todos los manjares que me recordaban a las fiestas como los
tamales y el bacalao. Mi mundo culinario se limitaba al Caribe, y sólo
tenía dos (malas) impresiones de la comida mexicana:
- Una <<taquiza>> en una cena familiar en Nueva York que consistió en <<taco shells>>, carne molida con especias sabor a tacos, jitomates picados, lechuga picada, queso amarillo rallado, y crema agria… sí, sé que esos no son tacos).
- El día que me gradué de la prepa fuimos a comer enchiladas – y estuve medio angustiada toda la tarde porque tenía un vestido blanco puesto.
Lo que aprendí fue que no me gustaban
las especias con sabor a taco, o la crema agria, y que no debo de
vestirme de blanco cuando salgo a comer.
Tortillas panameñas |
Cuando me fui a la universidad en un
pequeño pueblo en Pennsylvania, la comida mexicana se volvió a cruzar en
mi camino, o mejor dicho: lo que pasaba por comida mexicana. Burritos
de picadillo con crema agria y queso amarillo sabor a plástico,
chimichangas grasosas, resecas, demasiado grandes y los ya mencionados
tacos. Comida difícil de comer por su tamaño y de lo mal armada que
estaba, y lo peor: sin sabor. Así que decidí a los dieciocho años que no
me gustaba la comida mexicana. Dos años después cambié de universidad y
me fui a vivir a San Diego, California donde no tenía la menor
intención de probar la comida mexicana ni de lejos. Mis lugares
preferidos para comer eran un restaurante español y uno cubano.
Pero poquito a poquito los aromas me
sedujeron: <<No me gusta la comida mexicana ¡pero estas enchiladas
están buenísimas! No me gusta la comida mexicana ¡pero el pozole es
delicioso! No me gusta la comida mexicana pero…>> Aprendí a
apreciar la capirotada, el champurrado, los chilaquiles, y todo me
fascinó.
Me estaba enamorando: la comida mexicana
en San Diego tenía sabor (y no sabor a lata o a plástico) y fui adoptada
por un generoso grupo de tijuanenses y sinaloenses con la paciencia de
santos que con toda la amabilidad del mundo le explicaban a una
escuincla babosas hasta las cosas más obvias y simples. Pero lo más
importante que me enseñaron fue que con la comida se puede demostrar
cariño.
El primer libro de gastronomía mexicana
que compré fue México: the Beautiful Cookbook (El libro de la cocina
mexicana) con unas fotografías fabulosas por Ignacio Urquiza (LO ADORO)
–en mi vida había visto fotos tan bellas de comida. Fue el libro más
caro que había comprado, me costó aproximadamente cincuenta dólares y
los tuve que ahorrar. Visitaba el libro en la tienda para admirarlo, me
veía sirviendo todas sus exquisiteces, luciéndome con mis amistades,
mientras me convencía a mí misma que el libro era una inversión. Esto
fue hace veintiún años, y todavía es mi libro de cocina favorito, me
encanta que tenga páginas rotas, manchadas, con apuntes y cambios que
les he hecho a las recetas. Me ha acompañado en todas las comidas
importantes que he tenido desde entonces. Actualmente tengo una pequeña
colección de cuarenta recetarios mexicanos que apenas caben en dos
libreros en mi diminuta cocina.
Soy profesora de español en una pequeña
universidad en el Sur de California donde enseño gramática, literatura y
conversación. Y aunque Tijuana nos queda a unos veinte minutos,
increíblemente muchos de mis alumnos jamás han pisado tierra mexicana, y
saben muy poco de su país vecino. Cuando empecé la carrera el enfoque
cultural de mis cursos era el Caribe, pero conforme fue pasando el
tiempo y empecé a viajar por México y a conocer más a fondo su cultura e
historia quería compartir con mis estudiantes la riqueza y diversidad
que me habían cautivado.
Una de las cosas que más me encanta de
México es que me saca mi lado intrépido: no me gusta el salmón porque
sabe demasiado a pescado pero ¿por qué no probar escamoles en Tula? ¿o
pox en una chocita durante una tarde lluviosa en Chiapas? ¿o chapulines
en Cholula? He viajado por diecinueve estados de la República Mexicana y
cada experiencia me inspira a crear un curso nuevo para mis
estudiantes.
Escamoles |
En mis clases de primer semestre
estudiamos un poco de la cultura prehispánica, la Conquista, y el
sistema de las haciendas. En el segundo semestre nos concentramos en la
gastronomía mexicana y la historia de los mexicas y los mayas. En el
tercer semestre exploramos el Porfiriato y los estudiantes trabajan en
un proyecto donde hacen de cuenta que viven en la Ciudad de México y
tienen que conseguir trabajo, un departamento, etc. Esto satisface mi
hambre lingüística, mi hambre de comida y de historia y cultura.
Me encuentro muchas veces cocinando hasta
altas horas de la noche platillos como chiles en nogada o mole poblano,
o manejando a panaderías a las cinco de la mañana para comprar pan
dulce o teniendo la clase en un restaurante para que aprecien la cultura
de una manera práctica (aunque no estoy segura de que mis estudiantes
siempre agradecen mis esfuerzos).
Chiles en nogada |
Es muy alentador ver cómo la comida
autentica mexicana y sus ingredientes se han vuelto popular y ya no es
tan difícil conseguir chía, nopalitos, y hasta epazote fresco en el
súper. No hace muchos me los traían de Mexicali o Tijuana – y de vez en
cuando encuentro flor de calabazas (aunque es carísima)
Cuando me mudé a San Diego mi plan era
regresar a la Costa Este al graduarme de la universidad, pero mientras
más me empapaba de la cultura, historia, comida y gente de México, me di
cuenta que no podría vivir en ningún otro lado en los EE.UU. Somos
afortunados en San Diego porque estamos cerca de México y podemos
disfrutar de muchas actividades culturales aquí y al otro lado de la
frontera.
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