Monday, July 7, 2014

La hija del agua en el país del insomnio.

Eras la hija del agua en el país del insomnio. No hay nada peor que padecer de insomnio, y que cuando empiezas a descansar a gusto, que te despierte el calor. Lo peor es que te gusta el calor porque has sido friolenta toda la vida. Sientes que pasa una eternidad mientras haces las cobijas a un lado, viajas  de un lado de la cama al otro, quitas y pones las almohadas, te aseguras que las ventanas están abiertas y abres las persianas un poquito para ser cómplice de la oscuridad de la noche. Eres parte de esa oscuridad, pero eres una extranjera en ese país que conoces tan bien, donde veraneas todas las noches infernales cuando no puedes dormir. Ves el reloj y apenas han pasado cinco miserables minutos. Escuchas el baile nocturno y macabro de las hojas del árbol que se mece y te tortura cada noche con su vaivén enigmático y tenebroso. 

Te levantas y tratas de caminar pero casi te caes de la cama: se te había olvidado que tienes una astilla enterrada en el pie izquierdo y no puedes poner peso en él. Cojeas hasta el pasillo y en el armario encuentras una aguja. Te tambaleas hasta la cocina y la pones en el fuego de la estufa. Abres el refri y sacas la botella de champaña que tienes guardada para una ocasión especial - la botella lleva cuatro años burlándose de ti. La sacas, cojeas hasta el baño y abres la llave del agua fría. Te sientas en la orilla de la tina, echas una pequeña cantidad del carísimo aceite de vainilla – ¿pero qué más da? Te sientes derrotada y le echas más aceite mientras tus pies se acostumbran a la gélida temperatura. Coges la aguja y estás a punto de abrirte la herida del pie cuando te entra un profundo miedo y ves cómo te tiemblan las manos. Avientas la aguja en el basurero, y te sumerges en el agua. Ya no existe el calor, ni el dolor del pie, ni ningún otro. El tiempo no importa, desaparece. 

Sientes los fantasmas salir por la ventana, ya no los escuchas cantar, caminar, hablar, mover los muebles, o tirar las puertas. Cierras los ojos, sientes el agua entrar por tus narices pero no te afecta. Eres hija del agua: te dijeron que eras hija de Yemayá, y que ella siempre reclama a sus hijos. Desde que tienes memoria siempre has soñado que te traga una ola gigantesca en el medio del mar, sientes cómo se congela el tiempo mientras el agua hace un torbellino a tu alrededor, las olas te atrapan y te llevan hasta el fondo del mar oscuro y tibio. Desde niña aprendiste a controlar tu respiración, a nadar hacia arriba, siempre hacia arriba con los ojos cerrados y con todo el miedo del mundo. Llevas más de treinta años despertándote con gritos ahogados, bañada en un sudor salado y marino, con el sabor del mar en tus ojos, en tu boca, en tu piel. Por eso cada visita al mar es un reto, una victoria, pero sabes que tarde o temprano perderás. 

Cuando te llevaban a la playa te pasabas horas nadando, retando a los poderes que te querían destruir. No te daba miedo, hasta la noche en que el mar turbio y negro te arrastró sorpresivamente, la arena te araño las piernas, y sentiste el poder del agua en tu cuerpo, sólo había una opción, rendirse, no pelear, respirar, dejar que el agua entrara en tu cuerpo, que te llenara. Aceptar la sal, las olas, tu destino, dejarte ir, cerrar los ojos y no pensar. Te llenaste de una gran tranquilidad, no sentías pánico, ni miedo, sólo el abrazo del agua, y no querías salir de ella. Un horrible dolor se apoderó de tu cabeza y cuello, sentiste una mano poderosa que agarró tu cabellera y violentamente te sacó de tu martirio idílico y líquido. Sentada en la arena abriste los ojos y no había nadie a tu alrededor. Nunca más viste al mar de la misma manera –tenías seis años. 

También te han dicho que por tu signo zodiaco eres hija del agua. Tu personalidad prefiere los límites de una alberca – allí nada sale de tu control. Ese olor a cloro te es tan familiar que te tranquiliza, allí te sientes segura, nada malo te puede pasar. Te sientes protegida por el cemento, amas sus matices azules y suaves, las luces que te permiten nadar de noche, su textura, donde te puedes cansar hasta que ya no puedes más y te rindes. Es tan fácil quedarse dormida sin olas, sin vida, todo es tranquilidad. 

Te acuerdas perfectamente de tu primera competencia de natación, eras la más pequeña, el sonido de la pistola te asustó tanto que fuiste la última en saltar. Viste en cámara lenta cómo todos nadaban desesperadamente hacia el otro lado, te tomaste tu tiempo, cerraste los ojos, y nadaste como en tus pesadillas. Como si flotaras en el aire, ni sentías el agua, no escuchabas los gritos de la gente, no te diste cuenta que no solamente habías ganado, pero llegaste mucho más rápido que todos los otros. ¡Hasta una beca te ofrecieron para competir y estudiar en otro país!, pero no te interesaba, nadabas todas las noches en tus pesadillas, y ganabas cuando te despertabas con vida – siempre gritando en silencio y sudando.

Después la tina se convirtió en tu consuelo, en tu amiga. La adoras, pero no le tienes confianza. Esperas el día en que te traicione, en que te resbale, y llegue tu esperado fin acuático. Pero al igual que ese misterioso hombre desconocido que te atraía y que odiabas, no la podías resistir. 

Odias el agua fría, pero hacía tanto calor que no importaba. Saliste a tomar aire, respiraste profundamente, y tomaste un trago directamente de la botella. El agua, como la cama que torturaba tu insomnio, era territorio que conocías. Con el pie cerraste la llave – cerraste los ojos. Dejaste que el agua acariciara tu cuerpo, que el aceite te abrazara. Escuchaste la música: una treintena de versiones de tus canciones favoritas: Tú mi delirio y Night and Day de Cole Porter.

La puerta del baño se cerró de un tiro, abriste los ojos.

Hacía tanto calor y no había brisa, pero sabías perfectamente quién había tirado la puerta: Don Porfirio – tu fantasma elegante, formal y protector, tu amigo y compañero. El que siempre estaba contigo en tu insomnio, el que te protegía de los otros fantasmas que habitaban tu espacio. El que te previno una noche y te salvó la vida – por eso lo dejabas fumar sus habanos, y tratabas de ser más ordenada porque armaba panchos cuando no recogías tus cosas.

Tomaste otro trago de la botella, cerraste los ojos, y sentiste que el agua y tú eran una. Tu cuerpo cedió, tu mente te liberó, te sentiste libre, sin calor, sin miedo, respiraste profundamente, llegaste hasta el fondo de la tina, con los ojos cerrados, siempre cerrados. Y en medio de esa oscuridad, escuchaste cómo la puerta se abría, sentiste una sombra sobre ti, pudiste abrir los ojos, pero para qué. Esta vez no querías nadar hacia arriba, te quedaste inmóvil, respiraste el agua, no ibas a pelear con ella. Sentiste otra vez la paz y tranquilidad de las olas nocturnas caribeñas. Ya no tenías miedo, ya no importaba, escuchabas a César Portillo de la Luz, si pudiera expresarte cómo es de inmenso...  Querías dormir, dormir, dormir. 

Un horrible dolor se apoderó de tu cabeza y cuello, sentiste una mano poderosa que agarró tu cabellera y violentamente te sacó de tu martirio idílico y líquido. Eras la hija del insomnio en el país del agua.