Llevo casi dos semanas batallando un
resfriado que se ha robado mis ganas de vivir, y de convivir con mi
alumnos –y eso que están en exámenes finales, pero les he dedicado las
mejores catorce semanas de este otoño, y si no lo aprendieron ya, me
late que es muy tarde.
Cuando me enfermo busco el consuelo
incondicional en las sopas. No me crié en una familia con una tradición
culinaria, o con comidas especiales y siempre le he tenido envidia a la
gente que habla de su aprendizaje en la cocina escuchando historias, y
descubriendo los secretos de las pailas.
Cuando siento que me voy a enfermar, o
estoy decaída (física o emocionalmente), me distrae estar en la cocina:
el proceso de preparar una sopa, y los aromas se convierten en parte de
la terapia y ya cuando me enfermo tengo algo listo para comer.
Sopa de frijoles y elote |
Una de mis sopas favoritas es con
frijoles y maíz: es fácil de hacer, no es pesada pero llena, y
recalentada es divina. Otra que me fascina pero requiere más trabajo es
mi sopa de albóndigas. Y digo <<mi>> porque soy medio
subversiva con el procedimiento – horneo la carne en una salsa de
chipotles y chiles poblanos y le echo arroz, aguacate, cotija, cilantro y
repollo morado. Es la sopa más restaurativa del mundo.
Mi sopa de albóndigas |
Y si la Banda el Recodo es la madre de
todas las bandas, el pozole es la madre de todas las sopas. Ponerme a
hacer un pozole me quita todas las preocupaciones del mundo porque no
cabe nada en mi cabeza que no tenga que ver con su preparación.
Algo que me gusta en el pozole es el
nixtamal, y cuando pienso en el nixtamal siempre me acuerdo de otra
sopa: el menudo. Recuerdo con muy poca ternura una gripe espantosa que
me atacó hace muchos años (me pasa todos los años, varias veces al
año.) Mientras padecía este martirio, la mamá de mis amigas me dijo que
lo que yo necesitaba era un plato de menudo. Llena de remordimiento le
di un millón de gracias, le agradecí todas sus atenciones, le dije las
mil y un mentiras mientras intentaba despedirme:
-¡Gracias! Pero estoy llena.
-De hecho tengo un compromiso más tarde donde voy a comer, pero ¡gracias!
-La verdad es que no me gusta el menudo, en serio, ¡gracias!
-No dudo que el de usted sepa de maravilla, ¡gracias, pero no!
-No es que no me guste, nunca lo he ni siquiera probado. ¡no gracias!
-Estoy tomando medicinas, ¡gracias!
-Ahora soy vegetariana, ¡gracias!
Esa última mentira casi era cierta. Pensé
que si le daba las gracias, Dios no me iba a castigar por ser tan
mentirosa -aunque oficialmente soy episcopal, emocional y mentalmente
soy católica y me siento culpable por todo. No sé cómo ni cuándo, pero
todo el mundo desapareció de la casa. Doña Rosa me escuchaba atentamente
sin decir nada, mientras yo me enredaba en mis propias mentiras, digo:
palabras. Cuando terminé con mis boberas, me dijo dulcemente:
En la mesa del comedor puso un plato de sopa, puso los cubiertos y me ordenó:
- Cómete esto, yo voy a terminar de trabajar en la cocina. Provecho.
Me senté y pensé: tengo veinticuatro
años, soy una persona adulta, nadie me puede obligar a comer algo que yo
no quiera ¿verdad…? ¿verdad…?
-Delicioso.
En Panamá tenemos una sopa que se llama
mondongo, que es parecida al menudo. Nunca lo he probado porque la gente
dice que el único mondongo que comen es el que les prepara la mamá o la
abuela -mi mamá no tiene un espíritu aventurero para cocinar. La
palabra <<mondongo>> me suena horrible, no me provoca
probarlo, como por ejemplo: <<flor de calabaza>> o
<<margarita de pepino en las rocas. >>
Flor de calabaza (a casi diez dólares la libra) -Hillcrest Farmers Market |
En esa época, como parte de mis estudios
universitarios, yo era ayudante de una profesora de antropología. Me
gustaba mucho escuchar acerca de sus investigaciones y alguna vez tuve
la fantasía de ser antropóloga. Ella siempre me decía que era muy
importante no ofender a la gente, sus costumbres y su amabilidad. Y
<<para no ofender>>, empecé con mi estrategia para comerme
el menudo: primero me comí todo el nixtamal –me pareció muy placentero y
agradable. Luego ataqué las verduras, y por último el caldo. Probé un
pedacito de la carne. Recuerdo perfectamente bien que llevaba puesto un
suéter negro y unos jeans. Me quité el suéter, me lo amarré en la
cintura, tomé toda la carne y me la metí en los bolsillos de mis jeans:
Me levanté, me despedí, y manejé hasta mi
casa con mis pantalones empapados con el jugo de la bendita carne. Lo
peor fue que se lo confesé a mis amigas, porque como no soy católica, no
me puedo confesar en la iglesia. Aunque el cura de su iglesia en ese
entonces era un español comiquísimo, y siempre que le preguntaban que
cómo estaba, carcajeaba su típico <<JPC>>. Eso fue hace
veintidós años –Todavía. Se. Burlan. Gracias a Dios no se lo dijeron a
su mamá –que yo sepa.
Por este gran trauma que me sigue
angustiando, la semana pasada decidí calmar la cruda de mi gripe con un
plato de menudo. Encontré una fondita que lo servía, y aunque era una
tarde gris y medio lluviosa, me sentía súper emocionada y lista para
superar esta prueba que demostraría que he madurado. Nadie se volverá a
reír de mí cuando mencionen la palabra <<menudo>>, yo me iba
a reír de último y mejor.
Menudo rojo, Súper Cocina Restaurant, San Diego |
A diferencia del otro, este era rojo y no
blanco, sin nixtamal y acompañado de tortillas. El caldo tenía un sabor
más agresivo, distinto al de mi memoria. Cuando probé la carne
inmediatamente me transporté a la mesa de Doña Rosa. Puse la carne en
una tortilla, pero no funcionó. Terminé el caldo.
Y porque he madurado y soy una persona
adulta, discretamente tapé la carne con la servilleta, me fui con mis
pantalones limpios, y cené quesadillas de flor de calabaza y una
margarita de pepino en las rocas.
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