Eras la hija del agua en el país del insomnio. No hay nada peor que padecer de
insomnio, y que cuando empiezas a descansar a gusto, que te despierte el calor. Lo peor
es que te gusta el calor porque has sido friolenta toda la vida. Sientes que
pasa una eternidad mientras haces las cobijas a un lado, viajas de un lado de la cama al otro, quitas y pones
las almohadas, te aseguras que las ventanas están abiertas y abres las
persianas un poquito para ser cómplice de la oscuridad de la noche. Eres parte
de esa oscuridad, pero eres una extranjera en ese país que conoces tan bien, donde veraneas todas las noches
infernales cuando no puedes dormir. Ves el reloj y apenas han pasado cinco miserables minutos. Escuchas el baile nocturno y macabro de las hojas del árbol
que se mece y te tortura cada noche con su vaivén enigmático y tenebroso.
Te levantas y tratas de caminar
pero casi te caes de la cama: se te había olvidado que tienes una astilla
enterrada en el pie izquierdo y no puedes poner peso en él. Cojeas hasta el
pasillo y en el armario encuentras una aguja. Te tambaleas hasta la cocina y la
pones en el fuego de la estufa. Abres el refri y sacas la botella de champaña
que tienes guardada para una ocasión especial - la botella lleva cuatro años burlándose de ti. La sacas, cojeas
hasta el baño y abres la llave del agua fría. Te sientas en la orilla de la
tina, echas una pequeña cantidad del carísimo aceite de vainilla – ¿pero qué
más da? Te sientes derrotada y le echas más aceite mientras tus
pies se acostumbran a la gélida temperatura. Coges la aguja y estás a punto de
abrirte la herida del pie cuando te entra un profundo miedo y ves cómo te
tiemblan las manos. Avientas la aguja en el basurero, y
te sumerges en el agua. Ya no existe el calor, ni el dolor del pie, ni ningún
otro. El tiempo no importa, desaparece.
Sientes los fantasmas salir por
la ventana, ya no los escuchas cantar, caminar, hablar, mover los muebles, o
tirar las puertas. Cierras los ojos, sientes el agua entrar por tus narices
pero no te afecta. Eres hija del agua: te dijeron que eras hija de Yemayá, y
que ella siempre reclama a sus hijos. Desde que tienes memoria siempre has soñado
que te traga una ola gigantesca en el medio del mar, sientes cómo se congela el
tiempo mientras el agua hace un torbellino a tu alrededor, las olas te atrapan
y te llevan hasta el fondo del mar oscuro y tibio. Desde niña aprendiste a
controlar tu respiración, a nadar hacia arriba, siempre hacia arriba con los
ojos cerrados y con todo el miedo del mundo. Llevas más de treinta años
despertándote con gritos ahogados, bañada en un sudor salado y marino, con el
sabor del mar en tus ojos, en tu boca, en tu piel. Por eso cada visita al mar
es un reto, una victoria, pero sabes que tarde o temprano perderás.
Cuando te llevaban a la playa te
pasabas horas nadando, retando a los poderes que te querían destruir. No te
daba miedo, hasta la noche en que el mar turbio y negro te arrastró
sorpresivamente, la arena te araño las piernas, y sentiste el poder del agua en
tu cuerpo, sólo había una opción, rendirse, no pelear, respirar, dejar que el
agua entrara en tu cuerpo, que te llenara. Aceptar la sal, las olas, tu destino, dejarte ir, cerrar los ojos y no pensar. Te llenaste de una gran
tranquilidad, no sentías pánico, ni miedo, sólo el abrazo del agua, y no
querías salir de ella. Un horrible dolor se apoderó de tu cabeza y cuello, sentiste
una mano poderosa que agarró tu cabellera y violentamente te sacó de tu
martirio idílico y líquido. Sentada en la arena abriste los ojos y no había
nadie a tu alrededor. Nunca más viste al mar de la misma manera –tenías seis
años.
También te han dicho que por tu
signo zodiaco eres hija del agua. Tu personalidad prefiere los límites de una
alberca – allí nada sale de tu control. Ese olor a cloro te es tan familiar que
te tranquiliza, allí te sientes segura, nada malo te puede pasar. Te sientes
protegida por el cemento, amas sus matices azules y suaves, las luces que te
permiten nadar de noche, su textura, donde te puedes cansar hasta que ya no
puedes más y te rindes. Es tan fácil quedarse dormida sin olas, sin vida, todo es tranquilidad.
Te acuerdas perfectamente de tu
primera competencia de natación, eras la más pequeña, el
sonido de la pistola te asustó tanto que fuiste la última en saltar. Viste en
cámara lenta cómo todos nadaban desesperadamente hacia el otro lado, te tomaste
tu tiempo, cerraste los ojos, y nadaste como en tus pesadillas. Como si
flotaras en el aire, ni sentías el agua, no escuchabas los gritos de la gente,
no te diste cuenta que no solamente habías ganado, pero llegaste mucho más
rápido que todos los otros. ¡Hasta una beca te ofrecieron para competir y
estudiar en otro país!, pero no te interesaba, nadabas todas las noches en tus
pesadillas, y ganabas cuando te despertabas con vida – siempre gritando en silencio y
sudando.
Después la tina se convirtió en
tu consuelo, en tu amiga. La adoras, pero no le tienes confianza. Esperas el
día en que te traicione, en que te resbale, y llegue tu esperado fin
acuático. Pero al igual que ese misterioso hombre desconocido que te atraía y
que odiabas, no la podías resistir.
Odias el agua fría, pero hacía
tanto calor que no importaba. Saliste a tomar aire, respiraste profundamente, y
tomaste un trago directamente de la botella. El agua, como la cama que torturaba tu
insomnio, era territorio que conocías. Con el pie cerraste la llave – cerraste
los ojos. Dejaste que el agua acariciara tu cuerpo, que el aceite te abrazara. Escuchaste
la música: una treintena de versiones de tus canciones favoritas: Tú mi delirio y Night and Day de Cole Porter.
La puerta del baño se cerró de un
tiro, abriste los ojos.
Hacía tanto calor y no había
brisa, pero sabías perfectamente quién había tirado la puerta: Don Porfirio –
tu fantasma elegante, formal y protector, tu amigo y compañero. El que siempre
estaba contigo en tu insomnio, el que te protegía de los otros fantasmas que
habitaban tu espacio. El que te previno una noche y te salvó la vida – por eso
lo dejabas fumar sus habanos, y tratabas de ser más ordenada porque armaba
panchos cuando no recogías tus cosas.
Tomaste otro trago de la botella,
cerraste los ojos, y sentiste que el agua y tú eran una. Tu cuerpo cedió, tu
mente te liberó, te sentiste libre, sin calor, sin miedo, respiraste
profundamente, llegaste hasta el fondo de la tina, con los ojos cerrados,
siempre cerrados. Y en medio de esa oscuridad, escuchaste cómo la puerta se
abría, sentiste una sombra sobre ti, pudiste abrir los ojos, pero para qué. Esta
vez no querías nadar hacia arriba, te quedaste inmóvil, respiraste el agua, no
ibas a pelear con ella. Sentiste otra vez la paz y tranquilidad de las olas
nocturnas caribeñas. Ya no tenías miedo, ya no importaba, escuchabas a César
Portillo de la Luz, si pudiera expresarte
cómo es de inmenso... Querías dormir, dormir, dormir.
Un
horrible dolor se apoderó de tu cabeza y cuello, sentiste una mano poderosa que
agarró tu cabellera y violentamente te sacó de tu martirio idílico y líquido. Eras la hija del insomnio en el país del agua.